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—Pues entonces está a su disposición, doctor Slop, a condición de que la lea en voz alta. Y diciendo esto cogió de la repisa un impreso de excomunión de la Iglesia de Roma, ejemplar que mi padre (aficionado a coleccionar cosas) se había procurado cogiéndolo del libro de actas de la iglesia de Rochester y cuyo autor era Ernulphus el obispo.1 Con la voz y los modales más fingidamente serios que se pueda imaginar, y que sin duda hubieran halagado al propio Ernulphus, dejó el papel en la mano del doctor Slop. Éste, que se estaba atando el pañuelo en el dedo herido, con un gesto torcido y no exento de recelo, leyó en voz alta lo que sigue. Durante todo ese tiempo mi tío se dedicó a silbar lo más fuerte posible el Lillabullero.2