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Un “asesino”. Con esta palabra creen poder exorcizar la similitud entre ellos, que no han matado jamás, y yo, “el monstruo de Florencia”. La sinceridad, que es el artificio de los simples, da carta de naturaleza, no obstante, a sentimientos completamente antagónicos, alternativamente tiernos y feroces, y con una encantadora naturalidad pontifican sobre lo “normal” y lo “anormal” sin dejar por ello de ser sujetos pasivos de emociones incontrolables. Pero todo está inserto en la naturaleza del alma humana y por mucho que un hombre transgreda la ley y la lógica imperantes, jamás llegará a ser otra cosa que un ser humano actuando dentro de sus propios límites y sus propias prerrogativas.

       Cuando oigo los comentarios de los parroquianos del bar, donde todas las tardes tomo un chianti, siento que las carcajadas podrían desbaratar este continente serio, que acompaña sus excitadas hipótesis sobre el asesino: «un psicópata, un hombre que siente un extraño placer sexual al asesinar y mutilar a sus víctimas». Y me admiro de ser tan diferente de la imagen que dan del asesino.

Jamás he sentido placer viendo agonizar a un ser humano y cualquiera que haya contemplado de cerca los estertores de la muerte estará de acuerdo conmigo: no hay nada exaltante, ni siquiera respetable, en esa repulsiva rebeldía zoológica, cuando el instinto de conservación prima sobre la más mínima dignidad. Las muertes ejemplares no existen y se llaman así a los preámbulos declamatorios antes de recibir el impacto letal y, en efecto, hay frases realmente hermosas, llenas de una sombría tristeza estupefacta, que me han hecho parpadear antes de apretar el gatillo. Pero la agonía, por muy breve que sea, siempre es penosa de contemplar, siempre es antiestética, por eso jamás opero sobre los cuerpos vivos y sólo actúo cuando ya cadáveres me ofrecen su complicidad.

Antes de matar, recuerdo haber oído comentar que mi tío había formado parte de un pelotón de fusilamiento en la guerra, y me extrañaba que jamás se refiriera a aquellos hombres ni a sus sentimientos como copartícipe de su suerte. Un día —tenía yo dieciséis años—, le pregunté a bocajarro sobre aquello. No sé si enrojecí por su silencio o por aquella mirada dura y vacía que me dirigió, pero alguien entró en aquel momento y pude marcharme sin esperar respuesta.

Durante varios días no lo miré de frente y percibí una zozobra nueva, un malestar que creí ajeno. «Escúchame —dijo—, antes de que sigas con esas fantasías, prefiero decírtelo claramente: cuando se mata a un hombre sólo se siente extrañeza al comprobar lo fácil que es. Lo que siento por los hombres que he matado es una tranquila indiferencia y no puedo decir lo mismo de los vivos, que por muy semejantes que sean o por muy lejanos que se encuentren, siempre pueden llegar a irritarme. A veces, cuando tardaban en morir y había que darles el tiro de gracia les tuve rencor por su testarudez en agarrarse a la vida, sabiendo que era inútil, que estaban condenados, pero se me pasaba enseguida.»

Y no sé por qué entonces, a los dieciséis años, supe que mi tío decía la verdad y mentían quienes hablaron de remordimientos eternos, que nadie está preparado para sufrir siempre por la misma causa y un estímulo, repetido hasta la saciedad acaba por abotagar la sensación que produjo. La primera vez que ayudé al médico forense en una autopsia, me avisó: «Tendrá náuseas por la fetidez del cadáver en descomposición. Luego uno se acostumbra.« Durante varios días tuve en la nariz el hedor de aquel cadáver como un recuerdo demasiado vívido, que me asaltaba en cualquier momento sin que mediara un estímulo similar, pero al cabo de un tiempo en anatomía patológica me inmunicé y una ducha enérgica, un lavado de las fosas nasales con agua, sal marina y tomillo, me desprende ahora, en unos minutos, de una sensación que yo creí imborrable el primer día.

Siento, al contrario, una infinita conmiseración por quienes tienen que bregar con enfermos, que gimen, se agitan, lloran, fingen desear la muerte y tienen ese pesado olor glandular que no permite olvidar que detrás de su mascarada, a pesar de todo, estarían dispuestos a imponer su pestilencia, sus llagas, su enfermedad, su vida atroz, si fuera posible eternamente, reculando ante la muerte en un grotesco deseo de vivir a cualquier precio. Luego, cuando veo a los trabajadores del hospital, que charlan, ríen, se casan, juegan a las cartas o se apasionan con la política, sin que aparentemente nada se haya resquebrajado en su interior, sin que muestren un asco profundo y descarnado por todo lo humano, me digo que es absolutamente necesario que se apeguen a la rutina muelle de los sentidos y de las relaciones humanas convencionales, porque sin esos asideros nadie que haya visto de cerca al hombre en su más desnuda inanidad podría ser ya uno más.

Quizás he dado a entender que odio a la humanidad, y no es verdad. El ser humano me parece digno de piedad, siento por mis semejantes una compasión cada vez más aguda y aunque su sufrimiento fuera merecido, siempre es desmesurado hasta para el más culpable, porque nunca tendrá un hombre la talla moral del dolor que pueda sobrevenirle, siempre se encontrará sobrepasado y vencido ante él y es tan habitual en la vida, estamos tan inermes…

Pero yo no mato para evitarles sufrir a mis victimas, yo no soy quién para tratar de enmendarle la plana a Dios y en Él confío hasta cerrar mi entendimiento a las preguntas que nadie, sino Dios podría responderme. Sé que todo está en su divina voluntad, hasta lo incomprensible, hasta lo inaceptable y ¡ay de quien le pida cuentas, porque llegará a la locura de negarlo! Y si Dios se borra de nuestra existencia, si ya no hay un plan supremo que cumplimos, aun ignorando cuál será la finalidad y su alcance, ¿qué nos queda sino un desierto helado donde nada tiene valor, cada acto nos remite a su iniquidad y cada límite subjetivo es un espejismo esterilizante?

Yo sé que al matar me sitúo en esa frontera que la mayoría no traspasará jamás, pero mis actos no son contra natura porque en la naturaleza de las cosas está la muerte y yo bien pudiera ser el administrador de una suerte que al nacer ya está echada. Matar no provoca consecuencias tan graves como engendrar un hijo, que puede ser un santo o poner a punto la bomba que, al fin, hará saltar el planeta.

Cualquier acto, si tuviéramos cabal conciencia de su repercusión podría ser de mayor trascendencia que la interrupción prematura de una vida. Todo lo más, una muerte significa que ya no se realizará un ciclo temporal con sus consiguientes actos específicos, y nadie tiene derecho a echar en falta lo que no ha sucedido, aunque ésta sea la nostalgia más arraigada, incapaces de eternizarnos en el recuerdo de lo que aconteció.

Se ha hablado mucho de la edad de mis víctimas, y se ha buscado oscuras explicaciones al hecho de que los haya sorprendido al final de juegos amorosos, creyendo detectar mi repulsión sexual. No es cuestión de dar nombres y ninguna de las mujeres que he amado podrá atestiguar, pero soy perfectamente capaz de gozar, aunque por pudor y caballerosidad no les haya dicho nunca hasta qué punto el placer sexual es uno y el mismo después de la primera vez, ni lo poco individuales que somos cuando querríamos ser irrepetibles, que lo que se llama la intimidad de la pareja es, de hecho, lo más genérico e intercambiable de la especie y no creo que nadie medianamente lúcido pueda negarlo.

Al igual que no me creo extraordinario cuando me baño y aún mojado siento el sol con gratitud y degusto ese momento y tantos otros que me procuran placer, conmovido y feliz, descubro en el abrazo sexual toda su gratificante realidad sin por ello considerarlo sublime. Pero fue precisamente después de amar a una mujer muy bella y sentir que me gustaría morir en ese momento, cuando vi claramente que el mejor regalo a un condenado a muerte —todos lo somos— sería permitirle hacer el amor ignorando que fuera a ser ejecutado.

Curiosamente todos ven crueldad donde yo creo demostrar una profunda piedad: sería tan hermoso que hubieran muerto mientras aún se amaban todos esos hombre y mujeres que reestrenan, cada día, la lacerante historia de sus ofensas y resentimientos, como una condena y una factura que jamás podrán pagar, que una vez fueron jóvenes y sintieron indisciplinadamente y cada destello de luz encontró la avidez de su mirada, capaces de amar desde una integridad imperiosa, risueña, ilimitada, con un nudo en la garganta y minúsculas descargas eléctricas en la piel, absortos e inermes ante la vida cuando aún era la primera vez de todas las cosas y el hábito no había desgastado su receptividad.

Se ama por un desajuste entre el raciocinio y las hormonas que nos incapacita para detectar lo que de verdadero existe en el otro, idealizado por mor de imponderables psíquicos, pero sería imposible sin estas recíprocas inferencias anular al individuo lúdico y amoral hasta encontrar, como fenómeno general, que los seres humanos se reproducen en cautividad, presos en relaciones simbióticas donde se anulan.

Hay un punto en el que no malgasto mi piedad y es con la gente del sur, el cáncer de Italia. La debilidad que se demuestra con esa gente no tiene disculpa; y, como tantas veces, esa benevolencia indiferenciada es profundamente injusta con el resto. Habría que poner una muralla en Roma para que no llegaran hasta nosotros esos mestizos de la peor raza, delincuentes todos, porque es mentira que la mafia o la camorra sean cotos cerrados: todos pertenecen y sirven a la mafia desde hace varias generaciones, como antes sirvieron a los árabes y a los españoles. Sólo quien los domina puede contar con su lealtad, pero no porque sean capaces de sentir algo parecido, sino por miedo. Esa gentuza sólo se merece el látigo y ése es el único lenguaje que entienden. Si cada terroni que delinquiera se encontrara a toda su familia degollada, hasta el último miembro, se podría sanear Italia; pero nuestros gobernantes son los primeros que se benefician del tráfico de influencias, y no hay político, juez o policía que sea incorruptible o siéndolo esté a salvo.

Sé que soy arbitrario y apasionado cuando se trata de ellos y sé también que quizás mis motivos son pueriles: aborrezco esa desidia con la que aceptan el destino, me crispa su pronunciación y cuando se expresan entre ellos en su jerga incomprensible, semiárabe y semiespañol. Sus valores, sus convicciones, sus costumbres, su atavismo tribal, todo me hace despreciarlos y confieso que los exterminaría como a una plaga de cucarachas, con tanto asco por sus cadáveres como por su existencia.

Por otro lado establezco un baremo perfectamente lógico y en mi índice de valores no son los más dañinos ni los que promueven, en último término, este ambiente deteriorado, final de milenio, que nuestra decadente Italia evidencia. Las raíces hay que encontrarlas en aquellos zafios guerreros, dispuestos a alquilar sus tropas al mejor postor, mecenas por soberbia e inmortales sin merecimientos que configuraron la historia de Italia y determinaron sus lacras. El colmo es que estoy seguro de que los terroni serán los únicos que sobrevivirán, porque están preparados desde la noche de los tiempos para salvarse de todas las decadencias y de todos los imperios: no tienen más religión que su propia sensualidad y en ellos no es esta tenue y movediza sensación que degustamos quienes estamos en la pendiente de una cultura agonizante; ellos tienen el vigor de quienes no fueron nunca mimados por la historia, y la adversidad los ha fortalecido, como el veneno que una vez fue efectivo contra las ratas, alimenta a sus crías. Si, como dice Giraudoux, «la inocencia de un ser es su adaptación absoluta al universo en que vive», hay que reconocer que los terroni se han adaptado admirablemente a la putrefacción reinante y se han servido de ella como caldo de cultivo para medrar.

Pero yo no tengo un culto exacerbado por la inocencia ni por los ganadores. Los únicos personajes que admiro han degustado el poder como insomnes maníacos, observando con total lucidez los síntomas de su futura derrota, y, si han sido arrogantes, lo fueron por elegancia, porque no se mendiga simpatía cuando se es poderoso, basta con inspirar temor, pero han sabido perder sin sorpresa sus privilegios. Los patanes recién llegados al poder, embriagados aún por su triunfo o por su suerte, son ininteresantes y despreciables, por mucho vigor que les acompañe.

Se ha supuesto que mi astucia es atípica, ya que jamás me he dejado tentar por la controversia, no me he comunicado con la prensa ni he intentado establecer un duelo con la policía desde los primeros crímenes conocidos, hace muchos años, pero no es sólo mi perspicacia la que me ha hecho invulnerable. Está tan arraigado el prejuicio de que he de ser un monstruo que buscan a un enfermo mental, que haya padecido trastornos paranoicos graves, olvidando que el loco no puede hacer sufrir mucho tiempo, sufre él hasta el punto de quedar a la merced de la institución psiquiátrica, y, si alguna de las personas que me conoce pudiera identificarme por indicios objetivos, descartaría inmediatamente la idea al no corresponder mi personalidad con los diferentes retratos-robot psicológicos que han publicado los periódicos, fruto de la experimentada cohorte de policías de varios países y que no revela ser producto de un estudio desapasionado del caso, teniendo en cuenta casos precedentes, sino del miedo a percibir que cualquier asesino, desde Landru hasta Jack, el destripador, tienen como nadie las características de buen ciudadano y afectuoso hombre de costumbres familiares, pero eso les produce tal desasosiego, que prefieren ignorar la testaruda realidad de las estadísticas, angustiados al no poder señalar y discernir la tara que salvará al resto con su bondad.

Pero esa puerilidad bonancible de la mayoría que se llama «bondad», suele revelar una falla del carácter más que una virtud. La bondad, la inocencia no es un estado de partida, sino una larga conquista que jamás se basa en esa tibia negativa a actuar para no errar. Un hombre bueno jamás será aquel que ha obviado, por falta de estímulos, por escrúpulos o por acidia, la asunción del mal como adversario, en cualquiera de sus manifestaciones. Sin establecer un combate con él no se le puede vencer, pero sólo se puede ganar al enemigo trasunto de uno mismo, del que se conocen sus reacciones y sus pensamientos más secretos: nuestro sistema lógico es biunívoco y sólo sabemos responder en la misma dialéctica que se nos plantea. Llegar a percibir la ofensa como defectuosa manifestación mental del que nos agrede es un derivativo que nos exime de responder, desautorizando al interlocutor, pero no trasgrede fundamentalmente la lógica monolítica en la que estamos presos y que es excluyente para los antagonistas. Sólo desde una percepción radial y global de la existencia se puede evitar la eterna simplicidad que obliga a responder con violencia al mal, tiernos corderillos si se nos muestra interés, y para saberlo es preciso caer en todas las provocaciones, sucumbir a todas las tentaciones.

Y no obstante eso no me impide ser víctima de las expectativas que despierto y hoy, precisamente, escribo motivado por el interés que me ha testimoniado una autostopista sin demasiadas luces, que me ha hecho vislumbrar la posibilidad de llevar el riesgo hasta la temeridad. En este escrito doy pistas reales, pero cualquiera de mis afirmaciones tendentes a identificarme es también una cortina de humo que impedirá a los sabuesos cazarme. La idea es enjundiosa y sencilla: dejaré este escrito en la autopista Milán-Florencia o bien lo traduciré al único idioma que conozco, aparte del italiano, y lo enviaré a cualquier editor de tres al cuarto como relato-ficción, basado en la idea de que el autor finge haberlo encontrado en la autopista y lo ha traducido, juego de los heterónimos que ha sido usado una y otra vez por numerosos escritores, faltos de una idea más sustanciosa y más elaborada, que si bien no les permitirá salir de los límites de su propia pelleja existencial, les da la sensación de haber hallado otra voz y otro tono, pero suelen ser perfectamente reconocibles porque la lógica y el armazón conceptual son los mismos.

Nadie puede seguir una lógica ajena a sus presupuestos y aunque pudiera percibirla por la narración de otro, enseguida descodificaría y simplificaría el mensaje hasta hacerlo homologable con su propia falta de horizontes. Así, cuanto más extraordinario e individual es el testimonio de un hombre, menos comprendido será en profundidad y más apreciado por las sugerencias imprecisas que desencadena en los receptores. Cuanto más anodino es el lector, más tendrá la imperiosa necesidad de identificarse con lo extraordinario y eso le permite creerse apto para confraternizar con el autor y su obra aunque jamás sea su émulo. De ahí se deriva el fenómeno del best-seller que periódicamente catapulta a la fama a un escritor, a ser posible abstruso, ilegible o simplemente épico-moral, y da un lugar de privilegio en las bibliotecas a Nietszche, Kafka, Hermann Hesse, Borges o esas traducciones occidentales de cualquiera de las ramas del budismo.

Jamás un solo lector se ha sentido llamado a consagrar con su admiración a quien le habla en su mismo tono de sus mismas garbanceras certezas, porque el espejo de sí mismo suele ser relegado al cuarto de baño o al techo del lupanar de tercera categoría.

Cabe la posibilidad de que crean que éstas son las confesiones del «monstruo de Florencia» y todo lo que diga será juzgado en consecuencia. Pero si en verdad soy el asesino, nadie en su sano juicio pensará que voy a darles la soga para ahorcarme; antes bien habré dirigido las sospechas hacia quien pueda ser blanco de la acusación —como en ocasiones anteriores—, pero no es menos cierro que no me he permitido ni la más mínima inexactitud para salvaguardarme. Leído lo que antecede sin prejuicios es un testimonio que da la clave de mi identidad sin lugar a dudas, pero el primer prejuicio consistirá en optar por creer que soy el asesino.

O bien creerán que esto es un relato basado en el personaje que ocupa periódicamente las primeras planas de las publicaciones italianas, y que alguien escribió, jugando con el equívoco, una historia en primera persona, fingiendo ser un asesino que se confiesa. El juicio literario será en consonancia con la ficción y el estilo que le identifica y en la medida en que se le reconozca «otro» en su heterónimo, si bien será un obstáculo la longitud —excesiva para un cuento e insuficiente para una novela— y puede quedar relegado en el montón de los impublicables que reciben los editores, con lo que no se sabrá nunca por qué vericuetos el autor se ha visto inducido a escribir sobre un tema que no cuenta con grandes tiradas y quienes lo trataron tuvieron la más vil condición que puede tener un literato, que es ser atípico y maldito al estilo de Lautreamont, Quincey o Sade, que apenas cuentan con el aliciente de un buen titulo y el contenido es pura escatología sanguinolenta, digna de carniceros con pretensiones literarias. Y llegar a la conclusión de que yo soy un inventor de ficciones también es un prejuicio.

A estas alturas pienso que nadie más que uno de mis semejantes —¿y quién lo es?—, podrá extraer de la lectura de estas páginas la solución, al margen de que pueda señalarme con el dedo y reconocerme en la multitud y, sin embargo, sé que al leerme sabría encontrarme similar, pero me reprochará que no sea tan sincero que descarte dirigirme a quienes jamás me comprenderán y haber dado un tono demasiado plano a mi confesión; pero cada palabra que se dirige a ese auditorio fantasmatizado que son mis semejantes, mis pares, se evapora inexpresable porque sólo conozco a quienes me rodean, seres de una pieza, que rezuman vulgaridad, y son sus preguntas y sus dudas las que han llegado hasta mi. No conozco a nadie como yo, y yo soy un interlocutor que me canso a mi mismo, preso de mi propia limitación inquisitiva.

Los demás me han acostumbrado a esa necesidad de justificaciones y porqués cuando en mí jamás he buscado la disculpa que dé sentido a mis actos y ni siquiera respondo de ellos. La íntima necesidad de perfección, de no ignorar nada que este latente en mi naturaleza ha sido, quizás, la motivación más fuerte para explorar los tabúes que se han institucionalizado, recientemente, con el humanismo. Pero el hombre es un animal superdepredador y en lo más radical de sí, en su memoria de especie, está incorporado el asesinato junto al reflejo de succión o la actividad retiniana que dosifica la luz. La visión del otro como un asociado benéfico es totalmente utilitaria y ha sido una adquisición tardía que todavía no se ha incorporado a nuestras circunvoluciones cerebrales; sólo es una premisa teórica que se inculca al niño a través de la domesticación superficial de sus instintos, junto con las reservas ancestrales contra los desconocidos, que neutralizan su adscripción o la distorsionan.

Nadie tiene sentimientos generosos hasta que no ha recibido el bombardeo sistemático de los castigos y de los premios en función de su disponibilidad afectiva y su docilidad, con las que se compra amor y aceptación desde la cuna. Un hombre no es muy diferente de perro que adiestró Pavlov y sus reflejos sociales son condicionados por el mismo sistema. Sólo quien no necesitase aprobación, o la circunscribiese a una zona perfectamente delimitada que le bastase como gratificación, podrá traspasar la moral que nos limita. Nadie en su sano juicio puede creerse que Dios se ocupe de estas minucias, que se ponen de moda a través de filósofos y moralistas, cuando unos siglos antes lo que se ha valorado es justamente lo contrario, pero es normal que un Dios no antropomórfico angustie a los humanos y así, necesitan hacerlo coautor y árbitro de lo que sólo son convenios temporales: el amor materno, que ahora se considera biológico, ha sido una moda tan reciente y masiva como fue elitista y depravada su expresión primera en los albores del Renacimiento; el amor, como pasión absorbente y privilegiada, no es sino la adopción como norma de lo que fueron juegos y justas literarias y corteses de los ociosos de la baja Edad Media, que los plebeyos creyeron altamente elegantes y lo sumaron a sus usos y costumbres, hasta autosugestionarse en masa, del mismo modo que hoy nos sirve la cultura para desclasarnos, porque siempre será más fácil leer todos los libros de la biblioteca pública más cercana que tener una cuenta corriente multimillonaria para salvarnos de ser un don nadie.

Pero lo único que nos salva de ser nadie ontológicamente es la relación privilegiada —aun injusta— es la mirada inquisitiva de quien nos ama sin porqués la que nos individualiza.

Al hombre, enfermo de inseguridad ontologica, le asusta el hombre y sólo decretándola inocua puede confiar en la mujer, en la que deposita su tensión, su debilidad, su fuerza y su ternura, dispuesto a creer que será amado y aceptado en toda su integridad. Pero la mujer es un guerrero que prescinde de reglas bélicas y sólo tiene una norma: vencer, encadenar a ese extraño asaltante que la coloniza desde la prepotencia, pero quiere permanecer como dueño por amor. La mujer entabla cada combate apelando a la debilidad, pero su triunfo es saber ceder, y su victoria está inscrita en la insatisfacción que le empuja a encontrar un nuevo terreno de batalla cada día si ayer se rindió su contrincante.

La madre nos inculca desde la cuna lo que la mujer nos confirmará en el lecho: el hombre es un ser repulsivo y mezquino del que le viene todo el mal y todo el sufrimiento, y cada uno es, no obstante, amado a pesar de ello. Muy pocos dejan de sentirse culpables y privilegiados y su necedad los ciega para darse cuenta de que ningún hombre permanece igual a sí mismo al lado de una mujer —¿poseído o devastado?—, y tanto da los merecimientos individuales de su compañera, porque su victoria no se basa en sus propias características, sino en las debilidades del adversario y en un entrenamiento tan ancestral como desprovisto de riesgos. A fuerza de oír hablar de ella como de un ser donde convergen virtudes y vicios casi teologales, la mujer adquiere distancia de sí misma, se nos hace inaccesible, prescinde de cualquier ética ajena, puesto que no se reconoce en las características descritas como suyas. El hecho de que sus cualidades más aplaudidas —la virginidad, la sumisión, la docilidad—, no se basen en conquistas personales, sino en renuncias e inhibiciones, la obligó a crecer y a fortalecerse en secreto —a pesar de la vigilancia o quizás porque se sabe vigilada— y ha desarrollado una personalidad que desconocemos y en la que nos desconoce, siendo el único animal que prescinde de amedrentar o persuadir al enemigo para alejarlo, porque su efecto letal es inversamente proporcional a la distancia, su barricada es el amor y su guarida nuestra tumba, moralmente justificada porque arrasa con quien la excluye. ¿Qué remordimientos podemos presuponerle?

Sin embargo estoy casado y adoro a mi mujer: es un ser poco inteligente, necia respecto a cualquier parámetro de inteligencia humana, falta de recursos ante el día a día, que no me odia porque no me debe nada, pero he aprendido de ella casi todo lo que me hace invulnerable, quizás porque, afortunadamente, los hombres y las mujeres no somos completamente viriles o femeninos y sólo los muy simples tratan de mutilar sus componentes bisexuales, la convivencia me resulta provechosa. Yo me enorgullezco de tener una inteligencia muy femenina y un absoluto desprecio por las características viriles que consideran que más vale romperse que doblarse y sólo producen héroes muertos. Pero esa imbecilidad ha de ser patrimonio de la mayoría para que no haya lugar a estériles componendas con ella.

La mujer no es pasiva en el amor por carácter o educación, sino por indiferencia hacia el placer del hombre; no nos agrede por nuestra infamia, sino cuando se descubre deudora de nuestra benevolencia; no nos traiciona cuando ya no nos necesita —porque no nos necesita: nos utiliza—, sino cuando descubre que no ha comprado nuestro amor con sus disponibilidad zalamera. Y jamás una mujer ama sin condiciones: la menor quizás sea nuestro aniquilamiento; la mayor es descubrirnos nuestra sordidez y erigirse en testigo de cargo. Pero es fascinante como amiga y como enemiga porque nos estimula para sobrepasar la lógica aristotélica del sí o el no, y siempre se pueden perder las referencias cognoscitivas en nuestra confrontación, ya sea amatoria o excluyente: un cazador de tigres no tendrá ni una idea aproximada del peligro que representa medirse con una mujer indefensa. He conocido a mercenarios despiadados o insolentes, desarmados con argucias femeninas, hasta hacer de ellos esclavos; he visto a eruditos en filosofía pura caer en desvaríos inconfesables por una mujer completamente falta de criterio; he visto a hombres anulados por la enfermedad y el trabajo por no desmerecer a una mujer completamente vulgar. Y los errores, cuando son tan comunes, ilustran sobre las verdades subyacentes.

Traducido al español por Gabriel Veraldi-Pasquale.

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Publicado el 28/11/2005 11:49. Archivado en Wayback Machine