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Capítulo anterior: (I) LA LOCURA DE DON CARLOS, HIJO DE FELIPE II

El embajador Soranzo nos pinta a don Carlos, a la edad de diecinueve años entonces, “de una naturaleza tan colérica que se hace difícil gobernarlo. No escucha a nadie ni tiene en cuenta nada… Estima muy poco al rey, quien disimula y finge no enterarse de sus acciones. Sin embargo alguna vez manifiesta su resentimiento, y en el acto, su alteza se precipita en la cama, presa de ardiente fiebre, que es consecuencia inmediata de la cólera a que está sujeto”. Agrega el narrador que “es cruel, tiene particular odio a los que le sirven y, si no fuese por miedo al rey, cambiaría continuamente de servidores. Muy pocos han sabido comprenderlo y conquistar su gracia».

Se nos ha mostrado aún el joven príncipe como “encaprichado de cosas singulares, tales como mandarse hacer infinitos vestidos, comprar joyas sin querer que sean tasadas, hacer grabar su retrato en rubíes y diamantes; además cuando ha llevado una sortija ocho días, ya no se cuida ni de verla… Afecta desdén por todo lo que gusta al rey… Este lo ha hecho entrar en el Consejo de Estado, lo ha acompañado en persona, hasta hacerlo sentar; pero apenas sentado, el príncipe ha salido repentinamente.” Cuando se negaban los ministros a ejecutar sus genialidades, los colmaba de ultrajes.

No lo presenta bajo mejor aspecto el enviado de Francia. Se había hablado de casar a don Carlos con la hija de Maximiliano de Austria, y a propósito del proyecto escribe el citado diplomático: “Será muy triste que la señora princesa de Bohemia se case con un príncipe tan mal dotado de persona y de costumbres como éste…(1)

El representante del emperador de Austria en Madrid, encargado de informar a su señor sobre su futuro yerno, traza un retrato de don Carlos que no tiene nada de adulador: “No es un príncipe ancho de hombros, teniendo uno más alto que otro, ni de gran talla. Tiene el pecho hundido. A la altura del estómago presenta una pequeña giba. Su pierna izquierda es bastante más larga que la derecha, sirviéndose con menos facilidad de este lado que del izquierdo. Tiene los muslos fuertes, pero mal proporcionados, y es débil de piernas. Su voz es chillona, aguda, y al comenzar a hablar sufre viendo que las palabras salen con dificultad de su boca… (2)

Este contrahecho, canijo, de salud débil, que con tanto trabajo se expresaba, ¿nos ofrece un tipo de la degeneración? ; este retoño de epilépticos, de lipemaníacos, de vesánicos, por decirlo claramente, ¿podía dejar de ser un degenerado?

Uno de los críticos que ha estudiado el caso con más sagacidad, Raymond Clauzel, hace notar que fue concebido en madurez incompleta de sus padres, que fue imperfecta su evolución puberal, y para quien conoce las alteraciones causadas por la pubertad, la observación es de importancia. Se ha hecho observar que, como sucede frecuentemente a ciertos anormales, sus operaciones mentales sufrían repentinas detenciones. “En ciertos momentos, su elocución difícil correspondía a una especie de incoherencia de espíritu. Sus concepciones pasaban a ser fácilmente excesivas y exaltadas (3)

En materia religiosa, la exaltación confinaba con la angustia, con el delirio del escrúpulo. No había nada que no imaginase para ahogar las inquietudes de su conciencia. Viendo aproximarse la época del jubileo, creía dar un mal ejemplo al pueblo absteniéndose de comulgar. En vez de tomar una determinación sencilla, de acuerdo con sus sentimientos religiosos, juzgó necesario convocar a un gran número de hermanos en el monasterio de San Jerónimo, y preguntarles “si teniendo en el alma un gran odio, justificado, naturalmente, se podía comulgar. Le contestaron que no, y entonces preguntó de nuevo para saber si, al menos, podría hacerlo con una hostia sin consagrar, con lo que el pueblo creería que comulgaba. Como los religiosos respondieron aún que no, que sería cometer un gran sacrilegio, el príncipe no se presentó a la comunión.«

Existe una carta de don Carlos al embajador de Felipe II en Roma, en la que le mandaba hacer lo necesario para obtener del Papa un fragmento de la inscripción de la Cruz, autorización para mandar decir misa a cualquier hora y… ¡una reliquia procedente de la circuncisión de Nuestro Señor! Esta última ocurrencia, aunque se defienda lo contrario, se aleja de lo normal. Esto ya no es pietismo exaltado, es la frontera de la aberración mental. Pero aún tenemos, para apoyar el diagnostico, hechos más característicos de verdadera demencia.

Un correo del emperador se atrevió a decir, al dejar Madrid, “que no eran muy edificantes las continencias que había visto tener en la mesa y fuera de ella, al príncipe de España.” Sus excesos en la mesa son conocidos. Algunos días llegó a comerse dieciséis libras de fruta, sin incluir cuatro de uvas, en una sola sesión. Ordinariamente no comía más que un plato, que consistía, muy a menudo, en un capón, cocido y cortado en pequeños trozos, habiéndose sobre él vertido el jugo de una pierna de cordero. Por la mañana comía muy poco, resarciéndose en la comida del mediodía. Esta glotonería, señalada por varios contemporáneos, era un legado de su abuelo, recuerda el pantagruélico apetito de Carlos V

No fue el único vicio de don Carlos la glotonería. (…) Ferreras y Cabrera, citan sus paseos nocturnos y señalan su poca decencia. En una de esas excursiones recibió el príncipe un jarro de agua en la cabeza, proyectado desde una ventana, y en vez de reconocer benévolamente que se había expuesto él al accidente, ¿qué hizo nuestro desequilibrado? Atacado repentinamente de una especie de furor convulsivo, volvió a palacio y mandó a sus guardias quemar la casa de donde había partido la irrespetuosa ducha, recomendándoles que matasen antes a sus habitantes. El oficial que recibió el encargo, con mejor sentido, afortunadamente, que el maniático impulsivo, después de fingir que iba a ejecutar las órdenes de su joven señor, volvió diciendo que había visto a un sacerdote llevar el Santo Sacramento para un moribundo de la casa en la que debía penetrar, y había juzgado prudente aplazar la ejecución del mandato recibido. Don Carlos, más calmado, tuvo a bien contentarse con las explicaciones que le daban, y no insistió.

En la corte se conocía aquel desorden del espíritu y se tenían serias inquietudes sobre el porvenir de la corona. El nuncio escribía, a propósito de don Carlos, a un cardenal amigo suyo: “No está sano su cerebro, está perturbada su razón.” El embajador de Francia se asombraba, en la misma época, de “aquellas locuras desbordadas”, empleando sus mismos términos.

Con pruebas irrecusables en la mayor parte, se le imputan a don Carlos lo menos seis tentativas de muerte. Se han citado de este príncipe rasgos de brutalidad verdaderamente extravagantes: muchachas golpeadas por orden suya, con subsiguiente obligación de indemnizar a sus padres; bárbaros tratos infligidos a los caballos.

Cuando estaba descontento de uno de sus servidores lo molía a palos o lo amenazaba con echarle por una ventana; llego a darle un puñetazo a un gentilhombre que lo censuró el escuchar detrás de las puertas. Cierto día le trajeron unas botas que le resultaban estrechas; estaba su mayordomo, que las había encargado, al alcance de su mano, lo abofeteó y llamó después al gentilhombre de servicio. Como éste tardara en llegar, se arrojó el infante contra él al presentarse, y quiso precipitarlo a los fosos del castillo; acudieron a los gritos los sirvientes; el príncipe les ordenó entonces cortar en trocitos las botas y cocerlas (4). “Las hizo dividir en pequeñas piezas y guisar como si fuesen tripas de vaca, y así arregladas tuvo que comerlas, en su presencia, en su propia cámara.

DOCTOR CABANÉS. «El mal hereditario I«. Ediciones Mercurio,1927

(1) Despachos manuscritos de Forquevaulx, 3 de noviembre de 1565 y 8 de febrero de 1566.
(2)  Despacho del señor de Dietrichstein (29 junio 1565).
(3)  Raymond Clauzel “Fanatiques II. Philipe II d’Espagne. París, 1913.
(4) Véase Ferreras, Cabrera, Llorente, etc.

Imagen: anverso del billete de 100 ptas. de 1925. «La silla de Felipe II en El Escorial»

Publicado el 23/04/2005 19:34. Archivado en Wayback Machine

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